Abrir los ojos
Cuando la Bella Durmiente abrió los ojos, se dio cuenta de que habían pasado cien años desde que había caído dormida. Las telarañas colgaban de las vestiduras de su cama como un tétrico dosel, y el olor a polvo acumulado durante un siglo la hizo estornudar.
Bella tenía la sensación, de todos modos, de que lo que olía a podrido allí no eran precisamente los objetos envejecidos, ni el polvo, ni toda la fauna que se podía haber acumulado en los rincones de la estancia en aquel tiempo. Si no recordaba mal, según la maldición de la que habían intentado protegerle sin mucho éxito sus padres, ella dormiría cien años, a menos que su príncipe llegara hasta ella y la despertara con su beso de amor.
Por supuesto, el príncipe había fallado, ya que ella había despertado sola en aquella lóbrega cámara secreta del torreón. La rueca cuyo huso había cumplido con la maldición la miraba desde los pies de la cama.
Intentó desviar la mirada, y se levantó, preguntándose inocentemente por qué le dolía todo el cuerpo y por qué de repente parecía que no iba a saber caminar, y al posar sus pies en el suelo, una nubecilla de polvo se formó alrededor de ellos.
“¿Y ahora qué?”, se dijo en voz alta, sacudiendo sus vestiduras y pensando que habría de tomar un baño urgente y cambiar sus ropas sin demora.
Entrecerrando los ojos para ver mejor en la semi-oscuridad, descubrió una puerta al otro lado de la estancia. Se dirigió hacia ella, y al abrirla, esta chirrió ruidosamente sobre sus goznes.
De pronto tuvo que taparse los ojos con ambas manos. Allá afuera había demasiada luz para tratarse de la escalera de caracol de un torreón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luminosidad del lugar, vio que habían conseguido hacer magia con las velas: al parecer, habían descubierto el modo de intensificar su luz, de manera que habían tenido que encerrar ésta en vidrio para que no se expandiera demasiado. Al mirar a sus espaldas, se dio cuenta de que la puerta por la que acababa de salir había desaparecido. Tal vez la habitación secreta tampoco existiese en aquella realidad, y ella hubiese estado sobreviviendo todos aquellos años sin realmente estar viva y sin existir siquiera.
La voz de un hombre reverberó en la escalera entonces, sacándola de sus meditaciones: “¿Quién anda ahí?”. Dando un salto de alegría, Bella pensó que por fin había aparecido su príncipe. Seguramente no estaba a su lado al despertar porque ella había tardado demasiado, y él había salido a esperarla más cómodamente en otra habitación. “¡Eduardo!” Gritó con entusiasmo. Tres o cuatro escalones más abajo, apareció un joven que la miraba sorprendido. “Disculpe, señorita, pero este castillo está en restauración, no puede usted estar aquí”.
Bella no entendía nada, y no hacía más que insistir en que quería saber dónde estaban sus padres y su príncipe azul, mientras tomaba asiento en un extraño “despacho”, como esos hombres habían llamado a una de las estancias.
“Cualquiera diría que es la princesa de la leyenda sobre este castillo”, dijo riendo entre dientes uno de los muchos arqueólogos que se habían congregado para ver a la demente que había aparecido en una torre. “Dejádmela a mí, yo intentaré sonsacarle cómo ha conseguido colarse”.
El grupo de arqueólogos salió, la mayoría de ellos encogiéndose de hombros con indiferencia.
“Princesa, no os preocupéis, vuestro príncipe esta aquí”, le dijo, besándole cortésmente una mano.
“¿Eduardo?”, preguntó ella, mirándole con extrañeza. “¿Qué os ha pasado? No parecéis el mismo.”
“Tal vez, pero os puedo probar que vais a encontrar lo mismo en todos los príncipes.”
“¿Una prueba de amor?”, dijo Bella, abriendo mucho los ojos, ilusionada.
“Oh, por supuesto que sí, yo estoy lleno de amor, y necesito descargarlo un poco”, respondió el falso príncipe acercándose a la ilusa.
Treinta segundos después, los arqueólogos que esperaban expectantes afuera, vieron a la princesa salir de la habitación con un pico en la mano, y se apartaron asustados.
Irritada al ver que los años habían echo involucionar al hombre, Bella había tomado la herramienta que sabía que podía devolverle a la estancia secreta de la que había salido. Tal vez conseguiría volver a entrar, y tal vez la rueca todavía estaría encantada. Dentro de otros cien años volvería a ver cómo habían evolucionado las cosas. O no. Dependía de la primera persona a la que se encontrara en la próxima ocasión. ¡Para una vez en un siglo que se levantaba, y lo hacía con el pie izquierdo!
Bella tenía la sensación, de todos modos, de que lo que olía a podrido allí no eran precisamente los objetos envejecidos, ni el polvo, ni toda la fauna que se podía haber acumulado en los rincones de la estancia en aquel tiempo. Si no recordaba mal, según la maldición de la que habían intentado protegerle sin mucho éxito sus padres, ella dormiría cien años, a menos que su príncipe llegara hasta ella y la despertara con su beso de amor.
Por supuesto, el príncipe había fallado, ya que ella había despertado sola en aquella lóbrega cámara secreta del torreón. La rueca cuyo huso había cumplido con la maldición la miraba desde los pies de la cama.
Intentó desviar la mirada, y se levantó, preguntándose inocentemente por qué le dolía todo el cuerpo y por qué de repente parecía que no iba a saber caminar, y al posar sus pies en el suelo, una nubecilla de polvo se formó alrededor de ellos.
“¿Y ahora qué?”, se dijo en voz alta, sacudiendo sus vestiduras y pensando que habría de tomar un baño urgente y cambiar sus ropas sin demora.
Entrecerrando los ojos para ver mejor en la semi-oscuridad, descubrió una puerta al otro lado de la estancia. Se dirigió hacia ella, y al abrirla, esta chirrió ruidosamente sobre sus goznes.
De pronto tuvo que taparse los ojos con ambas manos. Allá afuera había demasiada luz para tratarse de la escalera de caracol de un torreón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luminosidad del lugar, vio que habían conseguido hacer magia con las velas: al parecer, habían descubierto el modo de intensificar su luz, de manera que habían tenido que encerrar ésta en vidrio para que no se expandiera demasiado. Al mirar a sus espaldas, se dio cuenta de que la puerta por la que acababa de salir había desaparecido. Tal vez la habitación secreta tampoco existiese en aquella realidad, y ella hubiese estado sobreviviendo todos aquellos años sin realmente estar viva y sin existir siquiera.
La voz de un hombre reverberó en la escalera entonces, sacándola de sus meditaciones: “¿Quién anda ahí?”. Dando un salto de alegría, Bella pensó que por fin había aparecido su príncipe. Seguramente no estaba a su lado al despertar porque ella había tardado demasiado, y él había salido a esperarla más cómodamente en otra habitación. “¡Eduardo!” Gritó con entusiasmo. Tres o cuatro escalones más abajo, apareció un joven que la miraba sorprendido. “Disculpe, señorita, pero este castillo está en restauración, no puede usted estar aquí”.
Bella no entendía nada, y no hacía más que insistir en que quería saber dónde estaban sus padres y su príncipe azul, mientras tomaba asiento en un extraño “despacho”, como esos hombres habían llamado a una de las estancias.
“Cualquiera diría que es la princesa de la leyenda sobre este castillo”, dijo riendo entre dientes uno de los muchos arqueólogos que se habían congregado para ver a la demente que había aparecido en una torre. “Dejádmela a mí, yo intentaré sonsacarle cómo ha conseguido colarse”.
El grupo de arqueólogos salió, la mayoría de ellos encogiéndose de hombros con indiferencia.
“Princesa, no os preocupéis, vuestro príncipe esta aquí”, le dijo, besándole cortésmente una mano.
“¿Eduardo?”, preguntó ella, mirándole con extrañeza. “¿Qué os ha pasado? No parecéis el mismo.”
“Tal vez, pero os puedo probar que vais a encontrar lo mismo en todos los príncipes.”
“¿Una prueba de amor?”, dijo Bella, abriendo mucho los ojos, ilusionada.
“Oh, por supuesto que sí, yo estoy lleno de amor, y necesito descargarlo un poco”, respondió el falso príncipe acercándose a la ilusa.
Treinta segundos después, los arqueólogos que esperaban expectantes afuera, vieron a la princesa salir de la habitación con un pico en la mano, y se apartaron asustados.
Irritada al ver que los años habían echo involucionar al hombre, Bella había tomado la herramienta que sabía que podía devolverle a la estancia secreta de la que había salido. Tal vez conseguiría volver a entrar, y tal vez la rueca todavía estaría encantada. Dentro de otros cien años volvería a ver cómo habían evolucionado las cosas. O no. Dependía de la primera persona a la que se encontrara en la próxima ocasión. ¡Para una vez en un siglo que se levantaba, y lo hacía con el pie izquierdo!
Jaja… me causan un pococ de risa las respuestas…
…interesante historia y siempre me atrapás para conocer el final…
…
Es bueno leerte, tenés un estilo particular…
Saludos
Siempre me gustan tus historias me recuerdas mucho a Isabel Allende besos 🙂
a carajo a mi tambien me hubiera engañado ese tipo jajaja bueno ya me dio curiosidad cuanto antes mejor quiero saber si la vuelben a timar a la pobre jejeje.
saty : )
Puf, que fastidio, para eso mejor quedarse durmiendo :-p
A mi pasa como a la Bella Durmiente solo que a diario, me levanto y todo sigue siendo igual!
jajaj
Bss
qué bueno! un viaje de 100 años para constatar que un siglo después no ha mejorado nada, sino todo lo contrario. pobre princesa desubicada! en el tiempo, en el espacio, en el mundo. (no puedo ni imaginar las ganas que tendría de hacer pipí al despertar) 😛
que abandonadito tenemos este blog…q pena…b7s.neus
Qué bueno, me ha encantado la historieta.
Pobre Bella, primero el mamoncete de su príncipe no aparece para salvarle, y después el otro jamelgo se la quiere llevar al huerto del palacio.
Si es que es cierto que involuciona-mos.
¿Qué tal todo? Estamos desaparecidas, o al menos yo :/
Exelente, muestra esto que las cosas no cambian, gracias a dios.
Yo siempre quise despertar a alguien de un beso, la experiencia casi nunca es poetica, te preguntan "que hora" es o "que queres ahora."
El mito de la Bella Durmiente ha cambiado de forma pero sigue siendo el mismo. Recuerdo “St. Agnes’ Eve”, de John Keats. El poema cuenta cómo hay una antigua leyenda que dice que en la víspera del día de Santa Inés, si una doncella se va a dormir sin mirar hacia atrás por encima de su hombro, podrá soñar con el hombre que se convertirá en su esposo. Su protagonista, Madeleine, cumple con el ritual y, al caer en un profundo sueño, logra compartir momentos muy bellos con un virtuoso caballero: Porphyro. Antes de que su sueño termine, el Porphyro de la vida real viene a despertarla con un beso. Cuando abre los ojos, Madeleine se da cuenta de que el individuo que acaba de interrumpir ese idilio delicioso en el que estaba inmersa no se parece al hombre de sus sueños en lo más mínimo. Porphyro es un hombre de carne y hueso con más defectos que virtudes a flor de piel.
Me encantó esta versión adaptada al siglo XXI.
jaja !!!
muy buena la entrada!!!
He aquí una demostración totalmente verídica de que los cuentos de hadas son falsos y utópicos, que detrás de toda esa patraña de ensueño con princesas y príncipes perfectos incluidos hay más aspectos que nos son ocultados a nosotros, los lector@s.
Muy interesante y paradójico, no? En especial me ha gustado la frase de… "Para una vez que me despierto en 100 años me despierto con el pie izquierdo", o algo similar.
¡Espero pasarme por aquí a menudo, y viceversa!
Besos, cuídate
Cris